El día que dije “no”, no perdí a nadie. No me volví egoísta ni difícil. Ese día simplemente decidí volver a mí. A mis prioridades, a mi paz, a mis valores. Entendí que poner un límite no era cerrar una puerta al mundo, sino abrir una hacia adentro, hacia la mujer que estaba cansada de ceder siempre.
A veces, poner límites es el acto más valiente de amor propio. Es tener la fuerza de mirar con honestidad lo que ya no suma, lo que pesa, lo que duele. Es decir “basta” sin culpa, porque sabes que tu bienestar no es negociable. No es rechazar, es proteger lo que has construido dentro de ti.
Aprender a poner límites no significa dejar de amar a los demás, significa amarte también a ti. Es darte ese lugar que mereces, reconocer tus emociones y escucharte con respeto. Es dejar de explicar cada decisión, porque ya no necesitas justificar lo que nace desde tu verdad. Y sí, a veces duele. Pero también libera.
Hoy puedo decir con firmeza que elegirme fue el primer paso para sanar. Porque nadie puede dar desde el vacío. Porque cuando te eliges, te reconoces. Y desde ahí, todo empieza a cambiar.
También Puedes leer:
Crianza compartida: un acto de amor, equidad y transformación